Creo haber dicho ya que
Sabadell es un pueblo agradable. Tranquilo, amable, de gran mayoría socialista
(pueblo “rojo”, con algunas pintas Opus Dei, pero rojo al fin) solidario,
abierto.
Creo haber dicho también –
si no en este blog, en mis conversaciones cotidianas- que el único elemento que
pareciera lacerarnos la salud mental en Sabadell, es el sonido martirizante del
campanario que da la hora cada quince minutos (sí, cada quince) y que se erige
frente al ayuntamiento, cerca del cual yo vivo, amenazado permanentemente por
la idea interna de colarme en la iglesia para desactivar la compleja ingeniería
de ese reloj o bien para subirme a lo alto del campanario a serruchar el
badajo.
Hasta hace unos días,
hubiera asegurado que, de no ser por la campana loca, este pueblo es de lo más
normal. Pero es que aún no conocía las “meditaciones”, realizadas por un grupo
de gente que tiene tres mil campanitas de todos colores sonando a destiempo…
adentro de su cabeza.