Inmigrar es cosa seria, un acto que no pocas veces pone a
sus protagonistas en situaciones de peligrosa alienación mental. Pensemos por
ejemplo en aquellos que dejaron a sus hijos siendo lactantes y los vuelven a
ver otra vez cuando éstos ya transitan
el principio de la pubertad, pensemos en aquellos que vendieron todas
sus pertenencias para apostar por otro país en el que deben empezar de cero y
que tras años de trabajo en la nueva tierra, vuelven a perderlo todo (el caso
de los desahucios hipotecarios en España). ¿Sigo? Personas a las que se les
mueren a la distancia sus seres más cercanos y no pueden estar junto a ellos, o,
en las antípodas del drama, personas cuyos amigos o familiares atraviesan por
situaciones muy felices y aquí queda el inmigrante, privado por la distancia de
poder compartir esos momentos.
Un inmigrante, en cualquier lugar del mundo, debería ser honrado y mirado con mucho respeto, por la valía que su figura representa. Por el contrario, quien inmigra no sólo debe soportar la ignorancia y la falta de inteligencia y de sensibilidad de los nativos, sino también de aquellos a quienes dejó en su país de origen.