sábado, 27 de octubre de 2012

Nosotros los inmigrantes, nosotros los muertos.


La muerte es la “no presencia”, la imposibilidad de tocar al otro, de gozar del otro, de sentir su olor, su energía.

La inmigración, sobre todo la que se sostiene a lo largo de años sin la opción de hacer visitas regulares al país de origen, esto es, el regreso a la familia y a los amigos; no guarda diferencia con la muerte en tanto desaparición física.


¿Y por qué los inmigrantes no regresan de tanto en tanto a reencontrarse con sus lazos y recordarles así que no están muertos, sólo ausentes y lejanos?
La condición de “sin papeles” en el país de acogida constituye la dificultad de mayor peso a la hora de pensar en una salida aeroportuaria: si se van de España como “ilegales”, se les impone el castigo de no volver a entrar por varios años (generalmente cinco, si es latinoamericano) Digamos que si el “ilegal” cuenta con la suerte de no haber sido detenido por la policía y de permanecer encerrado en un centro de internamiento - claustro idéntico a la cárcel pero, a diferencia de esta, se ingresa sin comisión de delito-  vive, de todos modos, en una cárcel al aire libre, las rejas son los aeropuertos; tiene vedado el pase ida y vuelta por los aires.
Está preso sin muros, otro tipo de condena.

Para los “legalizados”, sanear el carácter mortuorio de la existencia inmigrante, resulta levemente más fácil puesto que pueden optar, si hay dinero suficiente, a la autoresurrección mediante una visita al año o cada dos años a la tierra en la que nacieron. Sin embargo, si el “legalizado” pretendiera invitar a España a sus afectos cercanos (los que están más lejos, paradójicamente) para compartir con ellos un poco de su vida,  de su ciudad, su casa;  debería pedirles que, a la hora de empacar, no olvidaran cargar un “certificado de riqueza” para evitar que en el aeropuerto les impidan pasar.
Todo familiar o amigo con intenciones de superar el control migratorio, necesita demostrar altas cantidades de dinero en efectivo, así como también la posesión de tarjetas de crédito. Digo yo, si el inmigrante proviniera de una familia tan pudiente ¿qué necesidad tendría de buscar mejores condiciones de vida fuera de su país?
Es idiota e insultante para la lógica básica, aplicar este sistema de exigencias aduaneras en seres humanos.

“La muerte actúa exclusivamente como ausencia”, dice Proust.
¿Y si lo postulamos al revés? ¿Y si la ausencia actúa exclusivamente como muerte?

El primer año fuera de nuestros países, quienes se quedaron, nos perciben vívidos, nos extrañan. Al cabo del segundo o tercer año, el “extrañamiento” de la ausencia se vuelve costumbre como quien asume la partida (llámese viaje, llámese muerte) de un ser querido.

¿Cuánto tiempo se tarda en olvidar a los muertos? Al principio los lloramos, luego nos vamos habituando a su ausencia y con el tiempo, nos limitamos a evocarlos, con serenidad ya librados de la tristeza.

Hay que decir acá que siempre la posición del “muerto” la tiene el que se ha ido; el que se queda continúa con “la vida”, esto es, mantiene la referencia: una comunidad conocida y unos lazos habituales. De esto podemos deducir entonces que la categoría de “muerto” nace de la soledad del inmigrante. Pero no se trata de una soledad de “gente”, sino de la soledad de gente conocida, fraterna, con la cual comparte un mismo código cultural.

“La realidad de las personas sólo sobrevive para nosotros poco después de la muerte”, dice también Proust. A la distancia y con una avanzada tecnología a nuestro alcance, nos empeñamos en mantener la vitalidad de nuestras existencias y de las relaciones. De todos modos, la combinación de tiempo- distancia- ausencia, convierten nuestras comunicaciones en “irrealidades”. Así, después de más de tres años hablando por skype tenemos la impresión de dialogar con un holograma y no distinguimos si la voz del teléfono proviene de un acto de fonación de un ser vivo o si estamos oyendo una voz de ultratumba conseguida tras una invocación del huija o del juego de la copa.
Por eso yo prefiero las cartas de puño y letra, más que nada.

A los que se quedan no siempre les alcanza el tiempo para escribirnos o para llamarnos con asiduidad (sería una locura ir al cementerio todos los días), o se cansan de nuestra “existencia virtual” o de no poder concretar una cena o una charla cara a cara sin la pantalla como mediadora; por eso nos van olvidando.
Pero estamos vivos. Dos diferencias nos separan de los muertos: la palabra y el reencuentro potencial con las personas que amamos.

Sólo aquellos que nos aman de verdad, se sobreponen a la alienación del contacto por Facebook o por chat, a la impaciencia, a la sensación de que nuestra partida ha sido definitiva, sólo ellos saben plenamente que sentimos como los vivos. El resto, si nos muriéramos de verdad (de muerte real, no simbólica) tal vez ni lo notaría. 

3 comentarios:

  1. Vale la pena estar alejado de sus afectos cercanos? en pro de que? de bienestar económico?profesional?.
    El ser humano necesita más un billete de euro o un reconocimiento profesional que un abrazo de un amigo ,la palabra de un hermano, contención afectiva o solamente compartir un asado con gente querida que comparte lo poco que tiene?

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    1. Claro que vale la pena, de lo contrario nuestras conductas estarían sustentadas en el masoquismo o en la imbecilidad. Pero lo que postula este artículo no son las causas personales que nos mueven a cambiar de residencia (precisamente como son personales nadie tiene derecho a cuestionarlas) sino cómo los supuestos afectos nos meten en una tumba simbólica. Y cómo los afectos reales, nos mantienen vivos pese a todo.
      De eso habla este artículo. Gracias por comentar.

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